Ahora que soy pretendido, o mejor, para ser preciso y exacto: Ahora que estoy postendido, he de confesar, que de todas mis virtudes domésticas, la que peor disimulo es la de planchar.
Tengo la lisa impresión de que si los griegos, sabia civilización como ninguna, hubiesen tenido el superfluo capricho de planchar, el suplicio de Sísifo consistiría en almidonar perfectamente los pliegues de las túnicas de algodón egipcio de toda la nómina del Olimpo, que Zeus, compraba al por mayor en Rodas.
No he hallado explicación patafísica, ni siquiera he encontrado en la inmensidad virtual, algún estudio que justifique genéticamente mi aversión por esta tarea doméstica. Y dado que, "si en internet no existe, pues no existe, como diría un amigo muy internético y muy gallego, me vi obligado a emprender una ingente búsqueda, en el mundo real.
Insignes psiquiatras lacanianos, llegaron a sugerirme que para superar el trauma, no colocara nunca la mesa de planchar a la altura de la cintura y que no utilizara plancha eléctra. Les agradecí sus sanos y bien intencionados consejos, que dejaron un agujero en mi cuenta corriente.
Ínclitos profetas, de esos que presumen no tener ni pliegue ni estría en el alma, me insinuaron que a cambio de un pequeño donativo, ellos me revelarían el misterio teologal por el cual a Tom no se le aprecia ni el más leve plisado en Misión Imposible I y II. Pero, justo antes de firmar el cheque, me les arrugué.
Expertos en coaching me sugirieron ingresar a Moulinex Braun Academy para hacer una maestría en Dirección Estratégica de Planchado Permanente, pero el dinero sólo me alcanzó para el seminario “Cómo negociar con las arrugas”. Pero nada, no había resultados concretos.
Hasta que un buen día en la antesala de mi odontólogo, ojeando en una de esas ajadas revistas, encontré este aviso. De forma inmediata me inscribí al gimnasio, compre la última colección de camisas y le avisé a F.P. del hallazgo, él también sufría en silencio la tragedia de la plancha y la fascinación por Versace.
Después de un duro entrenamiento en el gimnasio, con PT incluido, y de horas y horas dedicadas a depurar mis técnicas de suaves y contorneantes deslizamientos oblicuos sobre el quiebre de las mangas, mis progresos fueron más que notables notables.
Ya no sólo eran las camisas o los pantalones, también planchaba, las camisetas, los pañuelos, las corbatas, las medias, la ropa interior, los manteles, las sábanas, los nórdicos, las cortinas, las hamacas, los limpiones, el trapo del polvo...
Todo iba de maravillas hasta que el pasado domingo, en medio del sopor de una nube de vapor, con el acompasado eco del CD de Julio Iglesias, Manolo Otero y Elio Roca -máximos exponentes de ese vejado genero que es la “música para planchar”-, se me ocurrió llamar a F.P..
Después del protocolario saludo, de despellejar a todas las amig@s y enemig@s, de la A a la Z, y viceversa, por si algun@ sobrevivía aún, cuando al borde del ineludible abismo del silencio, nos hicimos la maldita pregunta: ¿..que estas haciendo?.
Horroch. La respuesta nos dejó helados. Los teléfonos cayeron al unísono, precipitando la vaporeta, el spray, la mesa, el arrume de ropa y el mismísimo cuerpo de los interlocutores. La imagen de dos solterones maduros en pantaloneta, tarareando a Perales, con el móvil al hombro y planchando un domingo en la tarde, resultó tan aterradora como las miradas del mismísimo Vincent Price en las películas de Corman.
Una vez recuperado del surmenage (razón por la cual ni el domingo ni ayer no se publicó ningún post), con la serenidad de mis treinta y pico de años, declaro solemnemente no volver a planchar en la vida. ¡Jamás!.
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