Ceguera o muerte

diumenge, de març 08, 2015

Hoy me han llevado a la exposición de Sophie Calle en la Virreina de Barcelona. Me ha conmovido y me ha cabreado conmigo mismo. Cuando me sucede esto suelo escribirle a Marta Segura un par de palabras en un correo electrónico. Frases en teoría inconexas que ella en su sabiduría interpreta como un parte meteorológico de mi estado de ánimo.

Es mi forma burda de decirle que este desagradecido emigrante aún está vivo y que le extraño, mucho. Cada vez más.

Me consuela imaginar su sonrisa al abrir el correo, su suspiro benévolo tras susurrar ¡Ay Maurito!

Me excita pensar en todo lo que podríamos decir de la exposición, más allá de los formalismos, más allá del entretenimiento de una tarde de domingo que hay que llenar.

Tras un largo silencio habríamos salido sin reparar en otras exposiciones a tomar un té y proceder a explotar cada una de las bombas emocionales con las que estaba trufada la exposición.

La ceguera, nuestra ceguera, la ceguera de los otros. Lo que no vemos, lo que se nos oculta o lo que no queremos ver. Igual da, todo es ceguera, menos el amor. El amor no es ciego aunque los cursis lo repitan. Es el enamoramiento el que es ciego. El amor, por el contrario, todo lo ve, tanto ve que incluso ve asechar al desamor que vuelve a ser ciego.

La fuerza de la imagen frente a la palabra, o de la palabra frente a la imagen. Ni palabra, ni imagen: El sonido del mar, el sabor de la lágrima, el viento en la cara, ante la oscuridad total. La emoción de sentir la inmensidad de lo que de forma incesante viene y se va. Sí, imagen y palabra, las dos, ¡qué coño!, que Sophie Calle va más allá.

Y ya a estas alturas con la intensidad que nos caracteriza yo defendería la muerte como la gran ceguera, la final, la que no permite recuerdo, ni imaginación, sólo una última imagen que solo los suicidas tienen el placer de elegir. Y Marta, con su suave voz diría que no hay tal, que la muerte es un leve pestañeo, tras el cual otra luz nos liberará de este limitado mundo de sufrimiento y oscuridad.

Como prueba ella se abstendría de recitar algunos milenarios versos en sanscrito, para enfrentarme al inicio de la exposición, donde ciegos de nacimiento describen qué es para ellos la belleza.

Y yo no tendría más remedio que acudir a un "¿te acuerdas del INCI?" como treta para obtener esa mirada cómplice y desactivar el dilema misticismo - racionalidad y dejar paso a esa mirada suave que me reconforta.

Regalo y rito es regalito

dilluns, de març 02, 2015

Cincuenta. Sin cuenta. Para mi viene siendo lo mismo, si quisiera forzar el argumento podría decir zinc uenta. No sé a que horas llegué aquí.

Cincuenta, sin celebración. No hay nada que celebrar porque nunca me propuse llegar hasta aquí y porque siento que hay muy poco mérito, muchísimo estropicio y poco resultado. Buche y pluma como dice la canción.

Cincuenta, sin regalos. Los regalos no se piden, ni se sugieren ni se mendigan, si se hace así no pasa de ser un burdo compromiso social. Y a esta provecta edad cuentan más los ritos y los mitos.

El regalo es un fetiche, y sí yo soy fetichista, pero en forma alguna es un objeto. Los regalos son tiempo concentrado: El que dedica, quien lo ofrece, en pensar cómo provocar la sorpresa, la sonrisa y la ilusión de quien lo recibe. Y el tiempo que perdura ese símbolo en la memoria de los dos.

Conservo objetos que, inútiles en su función, son puro símbolo, emoción, imagen viva de un tiempo que se resiste en mi interior a ser solo un recuerdo, porque el recuerdo es memoria marchita.

No hay nada como regalar tiempo, tiempo para para pensar, para planificar, para vivir y para hacer memorable el volverlos a vivir. Sobre todo ese tiempo es un recurso cada vez más escaso.

Cincuenta, sin mirar atrás, porque no hay tiempo, y solo quiero tiempo, incluso de aquel que solo se refleja en símbolos, eso sí que sería un gran regalo.