Ese año el diablo para mi abuelo era Álvaro Gómez Hurtado, desde el año anterior cuando yo había entrado a un colegio de curas –el Instituto del Carmen de los Maristas- mi abuelo decidió reforzar su plan de adoctrinamiento, no fuera que su nieto mayor con el título de Bachiller recibiera también el grado de godo.
Salíamos del colegio a la 1:30 de la tarde y teníamos que esperar media hora más a que llegara la camioneta del señor Rojas, que también repartía a las niñas del Carmelo, o del Teresiano o de quien sabe qué otro colegio femenino. El camino era largo y culebrero: Penagos en Colseguros de la 26, Pinilla en El Recuerdo, Bastidas en Antonio Nariño, los Torres en Puente Aranda, los Palacios Avila en Marsella, Wilson Ordoñez, Juan Carlos Ramirez y los Cursi en Las Americas, los Durán y los Acosta en Castilla, Victor Hugo en Bavaria, el Gordo Carrillo y Guden Gutierrez en Mandalay, los Tellez en la Super 2, los Prieto y los Acero en Casablanca y por fín yo en la Super 7.
Pero lo peor no era viajar apachurrado en una camioneta Ford sesenta y pico, ni los apodos que nos ponía el señor Rojas, ni el olor a comida revenida que exudaban las loncheras, lo peor fue haberme perdido los partidos de la fase inicial porque la ruta se demoraba una hora y media en el mejor de los casos.
Pero era junio y llegaban las vacaciones de mitad de año, lo que en teoría me permitiría ver el resto del Mundial, pero no, no fue así, porque mi mamá tuvo la genial idea de pasar vacaciones en un hotel campestre de Tocaima donde no llegaba todavía ningún canal de televisión.
Alcanzó a pasar por mí la ilusión de vivir ese mundial como yo vivía los domingos por la tarde cuando jugaba Santafecito Lindo fuera de Bogotá: a punta de radio. Pero lo impidieron dos ex futbolistas: Elio Roca y Julio Iglesias, quienes habían secuestrado el criterio musical de mi madre y acaparaban la radio-grabadora JVC que mi tío Carlos nos había traído desde el mismísimo Japón.
Pedí permiso para irme a la finca de al lado a oir los partidos pero tampoco se pudo porque según mi mamá era señal de muy mala educación dejar sola a la sobrinita de Graciela, su mejor amiga. ¿Qué tal que se ahogue en la piscina?, ¿Qué se pierda en el monte?, ¿Qué la atropelle un carro en la carretera?. Mi mamá nunca supo la suerte tan verraca que tuvo esa vergaja china.
Hasta que llegó el día más esperado, el día de salir de ese infierno. No era un día cualquiera, era el día de la final del Mundial, no era una hora al azar, era la hora del partido, la hora de ir dentro y ascender a la fría Sabana zigzagueando dentro de un bus de la Flota Santa Fé, era una señal, un designio divino. Fútbol, Santa Fé, radio, Radio Santa Fé: El radio del bus estaba dañado.
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4 comentarios:
Yo creí que se iba a mudar a la coctelera. ¿Qué pasó?
Pues que no quiero pasarme hasta que no pueda importar mis archivos.
Joder!
¿Que sino tan aciago rodea a los dioses del fútbol que te impiden disfrutar de sus dulzores?
Excelente relato, los sanduches me olieron y la subida en bus a Bogotá me dió mareo :-)
A riesgo de paracer creido (picao dicen ahora) quiero compartir contigo una historia antagonista a la tuya.
En México 86 tuve la suerte de descubrir que en las vacaciones no todo es piscina, sol y coca-cola. Descubrí que compartir con mi señora madre su pasión por el futbol, verla sufrir y celebrar los aciertos y las embarradas de sus equipos favoritos (que siguen siendo los mismos, anda feliz con el triunfo de Italia) era un placer aún mejor que nadar hasta quedar achicharrado. Esas vacaciones descubrí que la felicidad de mi familia también es mi felicidad
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