Hoy me han llevado a la exposición de Sophie Calle en la Virreina de Barcelona. Me ha conmovido y me ha cabreado conmigo mismo. Cuando me sucede esto suelo escribirle a Marta Segura un par de palabras en un correo electrónico. Frases en teoría inconexas que ella en su sabiduría interpreta como un parte meteorológico de mi estado de ánimo.
Es mi forma burda de decirle que este desagradecido emigrante aún está vivo y que le extraño, mucho. Cada vez más.
Me consuela imaginar su sonrisa al abrir el correo, su suspiro benévolo tras susurrar ¡Ay Maurito!
Me excita pensar en todo lo que podríamos decir de la exposición, más allá de los formalismos, más allá del entretenimiento de una tarde de domingo que hay que llenar.
Tras un largo silencio habríamos salido sin reparar en otras exposiciones a tomar un té y proceder a explotar cada una de las bombas emocionales con las que estaba trufada la exposición.
La ceguera, nuestra ceguera, la ceguera de los otros. Lo que no vemos, lo que se nos oculta o lo que no queremos ver. Igual da, todo es ceguera, menos el amor. El amor no es ciego aunque los cursis lo repitan. Es el enamoramiento el que es ciego. El amor, por el contrario, todo lo ve, tanto ve que incluso ve asechar al desamor que vuelve a ser ciego.
La fuerza de la imagen frente a la palabra, o de la palabra frente a la imagen. Ni palabra, ni imagen: El sonido del mar, el sabor de la lágrima, el viento en la cara, ante la oscuridad total. La emoción de sentir la inmensidad de lo que de forma incesante viene y se va. Sí, imagen y palabra, las dos, ¡qué coño!, que Sophie Calle va más allá.
Y ya a estas alturas con la intensidad que nos caracteriza yo defendería la muerte como la gran ceguera, la final, la que no permite recuerdo, ni imaginación, sólo una última imagen que solo los suicidas tienen el placer de elegir. Y Marta, con su suave voz diría que no hay tal, que la muerte es un leve pestañeo, tras el cual otra luz nos liberará de este limitado mundo de sufrimiento y oscuridad.
Como prueba ella se abstendría de recitar algunos milenarios versos en sanscrito, para enfrentarme al inicio de la exposición, donde ciegos de nacimiento describen qué es para ellos la belleza.
Y yo no tendría más remedio que acudir a un "¿te acuerdas del INCI?" como treta para obtener esa mirada cómplice y desactivar el dilema misticismo - racionalidad y dejar paso a esa mirada suave que me reconforta.
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